Estoy escribiendo esto días después de haber sido rescatado de los fríos e inmensos tentáculos del mar. Mi mente no ha obtenido descanso alguno desde aquel incidente del 21 de agosto de este mismo año, 2006, donde mi cordura fue puesta aprueba por primera vez. Yo soy el chico que encontraron cerca de la costa de Tamaulipas, aquel único sobreviviente, hasta ahora, de la desaparecida plataforma petrolífera «La Pinta».
Todo este maldito desvarió comenzó 3 meses atrás. Yo me había graduado recientemente de la carrera de petroquímica en la universidad de la UNAM, y estaba ansioso de empezar a desempeñarme laboralmente, con un capricho peculiar en mente: quería trabajar en una plataforma petrolera. ¿Cuál era la razón? Simplemente quería cumplir una fantasía infantil, un deseo que había tenido desde niño, el cual era trabajar cerca, lo más cerca posible, del mar, y tenía la oportunidad al alcance de mis manos, con un familiar que podía darme un trato especial y ayudarme a conseguir un puesto de trabajo en la plataforma «La Pinta». Todo resultó bien y, al día siguiente, empecé a trabajar en el lugar.
No te voy a mentir, la primera mañana que estuve sobre la plataforma fue verdaderamente hermoso, y el mar no me decepciono en absoluto; al contrario, no paraba de maravillarme con el asombroso espectáculo que me propiciaba la naturaleza, viendo bailar esas hermosas faldas turquesas de franjas blancas que contrastaban con esos hermosos listones amarillentos que las rodeaban en el horizonte. Las mañanas, sin duda, era lo mejor que ese lugar tenía que ofrecer, y en ese momento no entendía por qué los marineros o los propios trabajadores de la plataforma le tenían tanto respeto o miedo al mar. Fue hasta caída la noche cuando entendí por qué el mar tiene fama de bipolar; pues, mientras las mañanas son indudablemente bellas, las noches en el mar son espantosamente horrendas. No importando cuánto girara mi cuello, una vez caído el sol, no me era posible ver nada a mi alrededor, ni siquiera el brillo de la luna era capaz de dotar de un destello de vida a la infinita y desesperante oscuridad que lo consumía todo. Incluso viendo debajo de mí, sosteniéndome ferozmente del barandal, ni siquiera así me era posible observar algo más que la infinita oscuridad que se extendía por kilómetros y kilómetros a mi alrededor. Era como si en el vacío infinito solamente existiera la plataforma y todo lo que sus faroles llegaban a iluminar, lo cual no era mucho. A menudo me encontraba pensando en que, si por alguna razón llegara a resbalar, a caer en esas oscuras y frías aguas, ¿alguien llegaría a darse cuenta de que estoy ahí? ¿Alguien llegaría a escuchar mis gritos de auxilio o tan siquiera alguien llegaría observar cómo el mar me arrastraba a las profundidades de sus fauces? Sin duda nada me había causado tanto terror antes.
Desde la primera noche, cada vez que me tocaba conciliar el sueño, acostado sobre mi cama, observando fijamente el techo de metal, mi nuevo terror recién descubierto me acompañaba, volviendo toda una maldita pesadilla. Cuando la luna andaba por los cielos, no era raro escuchar los feroces relámpagos que caían sobre el mar, como el rugir de una bestia; la oscuridad siempre entraba acechante por mi ventana, haciendo que respirar cada vez fuera más difícil ante el miedo que esta me causaba. Y las olas, casi siempre alborotadas, golpeaban contra las columnas que sostenían la plataforma, moviendo de todo de un lado a otro, dándome la sensación de que en cualquier momento la enorme estructura se vendría abajo y me arrastraría hacia una lenta muerte en las profundidades del mar. Pero no sólo eso, las olas, al chocar, producían un sonido bastante peculiar, un sonido, que podía jurar se asemejaba a la voz de una persona, como si el mar mismo intentara hablar, aunque más que una simple habla, era más similar a un cántico, uno bastante bello, a decir verdad, pero incongruente, al fin de cuentas no se trataba más que de una mera pareidolia, una bastante común, pues noche tras noche escuchando aquel mismo cántico, cada vez de forma más y más clara. Tal vez mi cerebro verdaderamente estaba creyendo que escuchaba una voz humana, y dentro de sí la complementaba para hacerme creer que verdaderamente estaba ahí, aunque eso era imposible, claramente, y no hace falta explicación del porqué, pero podía jurar que esa voz era verdadera. Y aún más, cada noche se le sumaban más voces a aquel cántico, y realmente estaba empezando a creer que había alguien cantando allí abajo.
Esa melodía, como mencioné, era particularmente hermosa; pero, aun así, no dejaba de inquietarme su origen y, sobre todo, el terror se apoderaba de mí cuando combinaba ese coro sobrenatural con la penetrante oscuridad de la noche; por eso mismo, un día me arme de valor para contarle mi descabellada experiencia a algún compañero de la planta y obtener alguna respuesta. Consulté con uno de los empleados más viejos de la plataforma, un hombre de mediana edad y larga barba blanca llamado Vicente. Le pregunté si alguna vez había escuchado raros sonidos por la noche, similares a un cántico. Yo esperaba me tratara como un loco, muestra de mi búsqueda por lo racional, pero su respuesta fue completamente distinta:
—Son las malditas sirenas, hijo. Me sorprende que apenas las hayas escuchado. —Hizo una pausa y prosiguió—. Escuches lo que escuches, por amor de dios, nunca te asomes a los barandales de noche.
Mentiría si dijera que esperaba esa respuesta. Jamás pensé que las personas de aquella plataforma realmente creyeran en esas cosas, que fueran tan supersticiosas. Jamás terminé de creer que existieran ese tipo de creaturas, tal vez sólo era la imaginación colectiva, producto del miedo y el estrés al que todos estábamos sometidos en aquel lugar o tal vez realmente había algún animal cantando bajo aquellas aguas heladas, pero estaba seguro de que no se trataba de ningún ser fantástico, sino tal vez de algún cetáceo como alguna ballena o algo así.
Aquella noche, mi escepticismo me hizo ignorar las advertencias del viejo y, en mi afán de averiguar lo que realmente provocaba aquel peculiar sonido, me acerqué a los barandales de la plataforma, y lo que observé me dejó completamente helado. Rodeando la plataforma, allí donde hace unas cuantas semanas todo era oscuridad, había centenares, miles, de ojos brillantes observándome directamente, como si siempre me hubieran estado esperando. Rápidamente me alejé del barandal y corrí hacia mi habitación, cerrando las ventanas y mi puerta con llave. No puedo explicar el terror que sentí en aquel momento, ni siquiera podía mantener una respiración regular, y sentía que en cualquier momento me desmayaría y, al despertar, esas cosas estarían observándome tras mi ventana.
Las noches posteriores a esa no volvieron a ser las mismas, yo no volví a ser el mismo. Siempre me invadían terrores nocturnos, todas las mañanas despertaba con un frenético grito y empecé a tener un constante tic en las manos, las cuales nunca me dejaban de temblar. Mi visión del mar había cambiado completamente, el niño que habitaba en mí, el cual se divertía enormemente en los viajes que hacia la familia hacía la playa, disfrutando del sol, viendo las gaviotas volar por encima y maravillándose con los cangrejos que surgían por debajo de la arena, ahora había descubierto aquellas horrendas cosas que se ocultaban más allá de la costa.
Lo único que me servía de distracción en aquellos momentos era el duro trabajo por las mañanas y, llegada la noche, de forma irónica, lo único que me tranquilizaba era el canto de aquellas cosas, pues nunca me había dejado de parecer bello su singular sinfonía, incluso en ese momento, de cierta forma retorcida, llegaba a apreciarlo aún más. Ninguna música me había cautivado tanto antes, tanto así que, con el pasar de los días, el terror hacia aquellas cosas fue desvaneciendo poco a poco, como si la idea de su existencia cada vez se me hiciera menos aberrante y sobrenatural, aceptándolas en mi día a día como algo normal.
Pasaron las semanas, y mi terror se esfumó como si nunca hubiera existido, incluso de vez en cuando salía a observar aquellos ojos en la oscuridad. Pero una noche las cosas fueron diferentes, asomándome en la barandilla de la plataforma no observé nada, sólo la infinita oscuridad que me inquietó el primer día. Ni siquiera su cántico pude oír y todo me pareció muy extraño, aun así, simplemente me dirigí a mi cuarto a intentar descansar. Pero algo me despertó a mitad de la noche, cuando la luna aún se posaba dominante sobre el cielo. No sabía muy bien qué fue lo que hizo que me levantara de mi cama aquella noche, o qué fuerza impulsó a mi cuerpo a salir de mi cuarto y dirigirme a las escaleras que llevaban a la parte más baja de la plataforma. En ese momento no me había dado cuenta, pero la plataforma estaba completamente desierta, sin ningún alma encima de ella más que yo, y la razón estaba aún lejos de llegar a mi mente. Bajé las escaleras de la plataforma hasta que la luz de sus faroles ya no pudo iluminarme más y fui envuelto por la completa oscuridad y, en mi descenso, pude observar aquellas cosas por primera vez, sobre las escaleras de la plataforma; no eran para nada la idea que yo tenía de una sirena, pues en lugar de ser mujeres hermosas con colas de pescado eran mucho más parecidas a la imagen misma del monstruo de la laguna negra: tenían cabezas de pez con pequeñas bocas provistas de filosos dientes, y unos ojos pequeños completamente negros, su piel era verdosa y todo su cuerpo estaba repleto de pequeños picos escamosos, tenían membranas en las manos además de garras y una enorme aleta en sus espaldas. A pesar de su amenazante apariencia, no parecían ser agresivos; pues, extendiéndome sus manos, parecían invitarme a acercarme a ellos, y así lo hice, con una tranquilidad que desafía cualquier cordura dentro de mi mente. Me acerqué a ellos y me guiaron hasta el último escalón de la plataforma donde me lanzaron directo al mar de un empujón. Yo, por mi parte, no opuse ninguna resistencia, simplemente me dejé llevar, nadando sobre las oscuras y congeladas aguas como si estuviera en alguna piscina.
De pronto, escuché aquel hermoso, bello, angelical canto que tanto me cautivaba y empecé adentrarme más y más profundo en el mar, y sentía como si algo enorme me rodeara, sus sombras me envolvían por completo: eran gigantescos tentáculos del tamaño de edificios, que bailaban a mi alrededor. Me di cuenta en ese momento que aquel coloso, que se ocultaba en los confines del mar, era el dueño de aquella melodiosa voz. Yo tenía la intención de conocer a aquel magnífico artista, pero cuando me acerqué a él, sólo pude contemplar el más blasfemo de todos los horrores, aquello que me regresó mi cordura sólo para volvérmela a arrebatar segundos después. Me di cuenta de que aquel colosal y abominable ser tenía oculta en las sombras la viva imagen de un rostro humano sonriente.
No sé qué paso después, solo recuerdo despertar encima de un bote, siendo auxiliado por las autoridades de Tamaulipas. Uno de los rescatistas me preguntó qué es lo que me había sucedido y como es que había terminado así, yo no tuve el suficiente valor para contarle lo que había vivido.
No recuerdo mucho, sino sólo ese abominable rostro, con su putrefacta sonrisa que me atormenta entre sueños, y aún sigo preguntándome cómo es que escapé de sus interminables fauces. Creo que el hechizo que me lazó con su cántico se esfumó una vez que pude contemplar el horror que ocultaba tras de sí. Mis compañeros en aquella torre petrolífera, me temo, no tuvieron tanta suerte como yo, y aún siguen varados debajo del mar, adorando a aquella cosa que también adoran los hombres pez: su dios primordial.
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