Una cruz adorna la carretera, empotrada en el asfalto como un recordatorio del aliento que se perdiĂł. A un lado, ramos de flores marchitas alimentadas por la melancolĂa interrumpen a la soledad, como voces lejanas desgarrando el silencio.
Los automovilistas circulan, indiferentes del dolor ajeno, mientras los transeĂșntes voltean hacia otro lado para evitar contagiarse de la amargura. El resultado de un mundo indolente que sigue su ciclo sin detenerse.
Cada tanto un hombre se sienta junto a la cruz y conversa con los fantasmas de su pasado. Utiliza un tono que roza la frontera entre la nostalgia y el resentimiento.
Las palabras padre e hijo atraviesan el aire; forman parte del discurso habitual junto unas cuantas lĂĄgrimas que se deslizan por sus mejillas. Reproches ahogados por la impotencia de que serĂĄn escuchados por nadie, dulces palabras susurradas al oĂdo de la nada.
La gente que pasa a su lado observa con una curiosidad morbosa el soliloquio que interpreta, y aparta la vista cuando el hombre voltea a verlos. Algunos otros le dedican una mirada de lastima para después continuar con sus vidas; tan solo unos cuantos locos se dedican a escribir sobre él.