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El hombre en el velero
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El hombre en el velero

Lo único que podía sentir era oscuridad, sentía como si una espesa neblina hubiera cubierto su mente. Había sensaciones, emociones que tal vez pudo haber sentido, que pudo haber vivido, y, sin embargo, una oscuridad permanecía sobre él. El hombre decidió abrir los ojos, con la esperanza de que eso lo despertara de su extraño sueño de confusión, pero en el fondo sentía que aún seguía atrapado en él.

—¿Dónde estoy? —preguntó el hombre para sus adentros, con su corazón lleno de incertidumbre.

Se en contraba en un cuarto pobremente amueblado, pues apenas hacían presencia una pequeña mesa y un estante donde se veían las vagas siluetas de cuadros reposando sobre este, apenas iluminado por un tenue haz azulado que atravesaba una ventana. El hombre intentó levantarse y fue en ese momento en que se dio cuenta de su aparente fragilidad, como si estuviese a punto de romperse, le era imposible saber si su cuerpo se tambaleaba por un insoportable vértigo o si sólo su mente se mecía sin control. Se sentó sobre la cama, notando además que sus sentidos estaban completamente alterados; su vista observaba el cuarto como si fuese una composición de gusanos que pululaban nerviosamente; todo objeto parecía que se salía de sus contornos, sospechaba que sus propios ojos conspiraban en su contra. Pensó en llamar a alguien, pero ¿a quién? El hombre no tardó en darse cuenta de que no recordaba ningún rostro o nombre, como si las memorias se hubiesen fugado repentinamente de su consciencia. Intentó lanzar palabras al aire, pero lo único que sus oídos pudieron captar fue un indistinguible balbuceo, su boca se negaba a cooperar consigo mismo.

Con el agobio creciente en su cuerpo, el hombre decidió levantarse una vez más y emprender el camino hacia la puerta. Sentía que cada parte de su cuerpo estaba en guerra contra sí mismo, pensando no en si iba a caer hacia el suelo, sino hasta qué punto lograría llegar antes de que sucediese. El hombre logró llegar hasta la puerta. Se había dado cuenta de que, aunque parecía estar hecha de esos repugnantes gusanos, la pared se sentía firme y gélida. Con un lento y laborioso giro de la perilla, el hombre finalmente reveló un pasillo que se extendía más allá de la puerta; una luz amarillenta provenía de lo que parecía ser un piso inferior. El hombre dudó por un momento si seguir adelante y bajar hacia la luz, hasta que finalmente decidió ir en busca de la escalera.

Con el alma en vilo, el hombre empezó a darle vueltas a todo el escenario. ¿Dónde estaba? ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué se sentía tan terrible? Hizo un esfuerzo por recordar cómo había llegado ahí, pero su memoria seguía vacía; una vez más intentó pedir por ayuda, incluso intentó gritar, pero apenas un balbuceo débil e incoherente salió de su boca. Aun y con su visión alterada, pudo notar el débil contorno de los escalones. Decidió hacer una parada para ganar aliento y bajar.

En ese momento , el hombre escuchó el enérgico abrir de una puerta que se ocultaba en la oscuridad y una voz ininteligible hizo eco. El hombre se congeló en el momento, y sin poder procesar la situación, sus ojos fueron atacados por una intensa iluminación que había aparecido súbitamente en todo el pasillo. Una vez abiertos, sus ojos captaron a una figura alta que permanecía bajo el marco de la puerta, observándolo. Sus ojos lo traicionaban, la sensación de que todo estaba hecho de gusanos parecía intensificarse y el rostro del hombre parecía que danzaba sin razón y sin propósito aparente. La ansiedad crecía y la duda lo atacaba sin piedad, aún sin poder dar atisbo de la situación. La figura alta empezó a avanzar decididamente sobre él, su rostro contorsionándose con violencia. El temor se disparó por completo sobre sí y decidió usar todas sus fuerzas para bajar deprisa por las escaleras. El temor obnubilaba su mente y sentidos, y no pudo reconocer el punto en el que empezó a caer por las escaleras mismas, siendo el dolor en su cuerpo lo único certero.

Con el cuerpo derrumbado y hecho un desastre, su conciencia luchaba por no desvanecerse, y sólo en ese vano esfuerzo es que todo su ser se refugiaría sobre un cuadro llamativo en la pared, un cuadro sobre un velero navegando hacia el atardecer. Recordaba haber visto ese cuadro antes. Había perdido la noción del tiempo y del espacio por completo, y sus sentidos apenas si funcionaban, pero la imagen del velero permanecía en su mente, aferrándose a ella con toda su voluntad. De pronto se imaginaba sobre él, navegando en la inmensidad de un océano mientras el velero se mecía por el suave movimiento de las olas. Un torrente de memorias se había liberado dentro de sí mismo, recordaba el cuadro del velero; de hecho, él lo había pintado. Recordaba que su pasatiempo favorito era pintar cuadros de botes en el mar, sencillamente era su fijación desde niño; se dejó llevar por el rio de imágenes y sensaciones, empezaba a recordar como su madre lo llevaba a un mercado a conseguir pinturas y lienzos, empezaba a recordar en que había dejado de pintar para estudiar la carrera; empezaba a recordar cómo su último recuerdo, el más certero, era sobre él mismo pintando un velero navegando hacia el atardecer; parecía que, por primera vez en muchos años, el hombre empezaba a recordar.

Un rio de recuerdos había hecho cauce, y el hombre decidió dejarse llevar en él. Los recuerdos eran dispersos, algunos sin conexión, pero sentía un gran alivio por el hecho de que pudiese recordar. Su nombre, ¿cuál era su nombre? No se había puesto a pensar en ello, lo había dado por hecho.

—Rafael, creo que me llamo Rafael —concluyó después de un esfuerzo por recordar. ¿Cómo se veía? No se recordaba como un hombre atlético, pero sabía que estaba bastante sano, o al menos hasta ese momento; se recordaba esbelto, alto, de cabello castaño y piel aperlada, casi que podía recordarse verse en un espejo.

—¿Cómo es que he olvidado todo esto? —se preguntaba con impaciencia—. Si tengo toda una vida y mis recuerdos están ahí, ¿por qué diablos no puedo verlos?

Rafael empezaba a sentirse frustrado, ¿por qué no podía recordar si era su propio cuerpo, sus propias memorias? No debía ser tan difícil tener control sobre ellos, ¿o sí? Y, aun así, Rafael no podía controlarlas con facilidad, parecía como si su velero luchase contra su propia voluntad, imposible de dirigirlo. Intentó ordenar aquellas memorias que había recolectado y empezó a recitarlas para sí mismo.

—Mi nombre es Rafael A-Ávila… mi padre creo que se llamaba… Ovidio… también tengo una madre y dos hermanos. Me gustaba pintar desde muy pequeño, aunque lo terminé dejando para estudiar una carrera. Vivo en… ¿dónde? —dijo para sí, resignándose a seguir recitando—. Me casé con una mujer y tuve un hijo… sí, un hijo, ¿cómo se llamaba? —cuestionó con frustración para sí mismo.

Los pensamientos de Rafael se interrumpieron por instinto y decidió abrir los ojos. Otro cuarto desconocido, aunque pronto este le parecía ser de algún hospital. Cierto, Rafael recordaba haber caído, y fue entonces que se dio cuenta de lo adolorido que se sentía; no es que el dolor no se hubiese esfumado, simplemente había permanecido como ruido de fondo hasta ese momento. Tan pronto como pudo observar el cuarto, notó a un hombre que dormía en un pequeño sillón en una esquina; pronto recordó a la figura alta que había visto, sabía que se trataba de ese hombre, pero esta vez su consciencia tenía certeza de lo que veía, y su rostro no danzaba macabramente como lo hacía antes. Pronto empezó a notar que se parecía mucho a él, tenía muchos de sus rasgos faciales, aunque su complexión era aún más fornida que la suya, incluso unos años más joven que él. Tan pronto como su mente empezó a divagar en las posibilidades de quien era, sus ojos notaron un detalle en su cuello: un pequeño dije dorado en forma de ancla, el cual había comprado para su hijo cuando había cumplido quince años. Era su hijo, podía ser su hijo, pero ¿cómo es que era tan adulto? Rafael empezó a sentirse perturbado por las implicaciones de esa pregunta.

—No puede ser —pensó—, él tenía quince años cuando se lo di. Si él es adulto, significa que yo…

El pensamiento de Rafael se cortó abruptamente cuando, instintivamente, había girado a ver su reflejo en el gran ventanal a un lado suyo. Rafael estaba confundido, ¿el hombre viejo que podía ver en la ventana era él? Parecía como si la piel le colgara de los huesos. Su rostro se veía arrugado y cansado, su cuerpo estaba pintado de oscuros moretones por la caída. De pronto, la imagen que recordaba de sí, del Rafael jovial y sano, se había quebrado por completo. ¿Cuántos años habían pasado y él no podía recordar nada? ¿Treinta? ¿Cuarenta? Sabía que estaba en sus cuarentas cuando estaba haciendo esa pintura y, entonces, ¿qué más había pasado? Ya no podía reconocerse a sí mismo y no sabía que tanto había perdido. ¿Cuántos cumpleaños de su hijo había pasado? ¿Su esposa y él seguían juntos? ¿Ella siquiera aún vivía? ¿Qué tal sus hermanos? ¿Aún estaban vivos? Su mente le bombardeaba con preguntas imposibles de responder, por más que quería recordar, sencillamente no podía. Rafael quería gritar, quebrar en llanto, quería decir el nombre de su hijo, pero su cuerpo apenas si tenía fuerzas para producir unos cuantos débiles gimoteos.

Sintió como si el torrente de recuerdos se hubiera cortado abruptamente. Las imágenes ya no le llegaban par a sí, y los recuerdos que había recuperado empezaban a tornarse nebulosos. Los gusanos habían vuelto, como si hubiesen esperado el momento ideal para hacer presencia, su mente volvía a tambalearse y su cuerpo se llenó de vértigo. Una tormenta había aparecido sobre él y su velero, moviéndose desenfrenadamente por la ira de las olas. Rafael cerró los ojos y empezó a luchar por mantener sus memorias a flote. Rafael estaba olvidando y, tan pronto llegó a esa realización, se aferró a sus recuerdos más fuerte que nunca; empezó, una vez más, a recitar para sí mismo:

—Mi nombre es Rafael Ávila ¿Perez? Soy hijo de… Ovidio Ávila… y ¿Andrea era mi madre? Tenía dos hermanos, uno de ellos se llamaba Mateo. ¿Dónde vivía? Sólo recuerdo la Alameda. Pinto desde que tenía seis años, yo era joven y lleno de vida, tenía una esposa y un hijo, mi hijo se llamaba…

El pensamiento de Rafael se paró, sentía ansiedad por recordar el nombre de su hijo, pero su mente se rendía a la tormenta.

—Mi nombre es Rafael… ¿Avilez? Soy hijo de Ovidio y de mi madre, tenía un hermano llamado… No recuerdo donde vivía, pero recuerdo que era feliz ahí. Siempre he pintado desde que tenía memoria… Tengo un hijo.

El velero de Rafael parecía perder la lucha contra la tormenta, pero el seguía aferrado al bote, aferrado a sus recuerdos.

—Mi nombre… Rafael… tenia a mi padre… un hermano… y a alguien más… Me encantaba pintar… tengo un hijo... tengo un hijo… Mi nombre… yo pinté aquel velero… yo.

Repentinamente, su velero se había volteado violentamente, y el hombre había sido arrojado, despavorido y con el alma llena de agobio, en el oscuro e iracundo mar, hundiéndose en un insondable abismo, sin noción del tiempo ni del lugar. La imagen del velero pronto se desvaneció. Parecía que estaba recordando algo, pero no podía distinguir con certeza de que se trataba. Había sensaciones, rastros de recuerdos y de emociones que sospechó pudo haber sentido, que pudo haber vivido, y, sin embargo, una oscuridad reinaba sobre su consciencia. Decidió abrir los ojos, tal vez con la esperanza de que eso lo despertase de su profundo sueño de confusión, aunque parecía que, en el fondo, aún seguía atrapado en él. La realidad se mostraba como una composición de gusanos que pululaban con nerviosismo, y un profundo malestar inundaba su cuerpo. ¿Dónde estaba? Sus ojos contemplaban un cuarto que no podía reconocer.


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