Los dÃas de ese abril frÃo recorrà los barrios de la ciudad con la ilusión de volver a ver su triste rostro en mi jardÃn. Mi búsqueda fue en vano; el humo de los carros, el grito de los vendedores y los claveles borraron todos sus pasos. Ese silencio no era como los de meses atrás, era más cruel, aniquilador. Nadie la conocÃa y, aunque sus fotografÃas hubiesen pasado por aquÃ, su pálido rostro y tristes ojos pasarÃan desapercibidos.
Nunca se escuchó nada sobre ella. ¿Dónde estará? ¿Por qué me abandonó? Siempre estuve buscándola. Las pocas ganas que me quedaron las usé para encontrarla. Los únicos pasos que se oÃan en esa búsqueda fueron los de mi perro Orión y los mÃos, ese octubre en el que salà a buscarla. Últimamente me desesperaba. Y traté de dormir con los tranquilizantes de mi amada, y fue posible; el sueño cerró mis ojos.
En mi sueño, caminamos por nuestra embrujadora casa. Las verdes mariposas se contaban con las sirenas la felicidad que habÃa entre mi sol y yo, y jugamos con el dulce de las abejas que visitaban nuestro balcón de amor. Los labios de mi mujer eran las fresas que Cupido se habÃa robado de Venus y Marte en dÃas de primavera. Sus cabellos negros, ojos celestes y dulce voz encendieron mi corazón, mi corazón que estaba muerto en vida, que latÃa por las instrucciones de mi cuerpo.
Los duendes arrullaban nuestro encuentro entre canarios y margaritas, enamorados de nuestro amor, amor que llenaba de estrellas, luceros y lunas rojas: nuestros besos insaciables. Las lunas le contaron a Saturno que las doce musas de Júpiter sabÃan que nunca podrÃa amar a una doncella que no fuera mi esposa. Le supliqué a Atenea que mi mujer se quedara para siempre conmigo, y los anillos de la fantasÃa hicieron que las caricias de mi doncella volvieran a hacer que todo tuviera sentido, que las violetas florecieran y Orión sonriera; nuestra vida regreso.
Además, vi que los prÃncipes seleccionaban los corazones enamorados como los nuestros en noches de luceros que se roban rayos de sol, esos rayos que encendieron nuestra cama con orquÃdeas celestiales que danzaban al compás de los pegasos que contarÃan al mundo nuestro amor. Me confirmó lo visto con su desmedido amor. Afirmó que todo serÃa mejor que antes. Su afirmación me causó felicidad; pero, después, una tristeza desmedida. Hice muchas preguntas, pero luego lo olvidé para estar en los brazos de mi señora que me enterneció como nunca. Me partió el alma verla llorar, era como una niña perdida que sólo se le ocurre llorar cuando ha perdido su juguete más preciado. ¿TendrÃa que irse? Orión y yo, solos otra vez.
Al principio, no querÃa decirme que tendrÃa que partir de nuevo, que mi vida continuarÃa sin ella, pero lo intuà por sus lágrimas y sus palabras de adiós. El mundo del hielo era su camino. Según ella, no sólo habÃamos perdido a nuestra bebé sino su vida también. Recordarlo derrumbo mi corazón.
—Tienes que seguir —me dijo—, pues en tus pasos siempre estaré.
No querÃa hacerlo. Le recordé lo mucho que la amaba y el desastre que era mi vida sin ella. Me abrazó tan fuerte como las rocas y me dijo:
—También te amo y mi vida es un témpano de hielo sin ti. Prometo hablarte siempre en tus sueños. Soy la mujer de tu espejo que se refleja en tus recuerdos.
Besó mis labios y desperté. Desperté. No sé cuánto tiempo dormÃ, ni cuándo se fue mi mujer. El espejo de nuestra habitación, reflejo que la mujer del espejo fue y serÃa el sol de mi triste vida, que florece en noches de cantos de ninfas que se escapan del arcoÃris de Morfeo.