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Relieves
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Relieves

Mi hermano Rogelio fue un mártir. Desde chiquito sabíamos que iba a morir como Cristo Nuestro Señor. No tenía ni un mes de nacido cuando mi amá lo llevó en su rebozo al templo de Nuestra Señora del Roble porque acá en Jiménez se acostumbra a bautizar a los niños antes de cumplir el mes. Subiendo la cuesta pa´ llegar al cerro, le salió una culebra y por el puro susto fue a dar pa´l barranco y terminaron ambos todos espinados. Lo güeno que no se rompieron ningún hueso pero como lo dije, terminaron todos espinados.

Por suerte unos arrieros escucharon el chillar de mi hermano y pues me basta con decir que lo bautizaron con su espaldita toda llena de espinas, mi amá vio esa vivencia como una señal de Diosito y quiso, así sin despuntarlos, que lo bautizaran pa´ aprovechar el aire del milagro. El padre Manolo desde que roció la´gua en su frentecita dijo que sabía que Rogelio iba a llegar lejos. “Este niño va a ser santo”, dijo.

En una ocasión, ya con siete añitos, mi amá lo mandó a la tiendita de doña Meche por unos blanquillos; le daba dos tostones que Rogelio bailaba entre sus dedos haciéndolos sonar como campanitas. Mala suerte fue aquel día que pasó por la cantina y un borracho le jaló las greñas y le quitó los dineros. Esa mañana no comimos nada y mi amá le dijo que ya no lo iba a mandar solito jamás.

Yo ya pa´ ese entonces no tenía piernas, me las cortaron por culpa de un escopetazo que me dio un constitucionalista, de haber sabido hubiese acompañado a mi hermanito esa mañana y le habría roto la cara a ese mugroso borracho.

Años después, cuando ya había cumplido doce, mi amá lo mandó a la carpintería de don Jacobo y rápido aprendió a barnizar muebles. Llegaba con sus manos todas astilladas y en una ocasión se enterró un clavo en la mera palma de la mano izquierda; salió corriendo tras el accidente al templo donde mi amá andaba chismeando con las vecinas sobre el milagrito que le cargaron a Encarnación, la hija de don Chayo, o hablando del alcoholismo de Prudencio, el ayuntador. Mirar a mi hermanito con la mano sangrando y el clavo atravesado hizo que las señoras que iban al rosario se callaran:

“Santísimo Dios, ¡¿qué te paso, Rogelito?!” gritó mi amá persignándose.

“¡Su hijito tiene la estigma de Nuestro Señor!” Le dijo doña Juvencia.

“Ese niño va a ser santito, doña Refugio, es una señal.” añadió Doña Felicitas.

Pues pa´ no hacerles largo el cuento, cuando cumplió quince, ese mismo año se armó la revuelta cristera y cerraron parroquias por todo el estado. Mi amá nos obligó a levantarnos en armas por mandato de Diosito, justo como los caballeros medievales y pues qué otra opción teníamos. Yo andaba sin piernas, así que no servía de mucho, pero mi hermanito Rogelio sí se fue a pelear contra los pecadores. En una de esas lo cacharon junto a otros doce chavalitos rezando, ¡así como los doce apóstoles! y pues a todos los fusilaron. Antes de darles el tiro de gracia, uno de ellos afirmó que Rogelio era el favorito de Dios y que si lo mataban se las iban a ver con el creador mismo. Me cuenta Ponciano que los militares nomás se echaron a reír, pero sus piernas temblaban y me dijo que les dijo así en voz quedita a los demás muchachos, que ningún castigo que les hicieran a ellos podría compararse con la manera en que Diosito los iba a castigar allá arriba.

Nomás por malosos los soldados, le dieron dos balazos en cada mano a mi hermano, sí, así como los agujeros de Nuestro Señor. No, no lo obligaron a cargar una cruz, pero sí le mocharon la plantas de los pies y lo hicieron caminar de punta a punta el pueblo; uno de ellos calentó la hoja de su navaja, una larga, en la fogata, los otros lo acostaron y le agarraron las piernas y los brazos, pero mi hermano ni se quejó, tampoco gritó ni nada, aunque le estuvieran rebanando la piel mientras todos los demás, me cuenta Ponciano, lloraban. El camino que lo obligaron a recorrer estaba terroso, lleno de piedras y maleza. Mi hermano Rogelio nunca se quejó, así como un angelito o un cordero a punto de ser sacrificado. En vez de decirles malas palabras o desearles el mal, al llegar a la cima del cerro, en un golpe de pecho profundo exclamó: ¡Que viva Cristo Rey!

Sí, cuando se calme la cosa yo voy a irme aunque sea arrastrándome hasta la basílica y le voy a pedir a nuestro señor obispo que lo hagan santito, es mi misión en la tierra, ser el testigo de las vivencias de mi hermano Rogelio. Malditos, malditos sean los que lo mataron, pero más maldito el presidente aquel que comenzó esta masacre, a ése y a los suyos, Nuestro Señor le está guardando un lugar especial en la boca del de abajo. Benevolencia en la tierra, lo juro, seré testigo de quién fue mi hermano y daré palabra del relieve de sus milagros.

28 de abril de 2014 Míkel F. Deltoya Cuento Número 2 Histórico Aventura

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