Cuando no haya más espacio en el infierno, los demonios caminaran sobre la Tierra.
George Andrew Romero
Valeria se encontraba cambiándose en su apartamento de la calle Lutherling bastante emocionada, y no era para menos. Hace un par de días había recibido un mensaje por parte de su amado Kevin.
«Te espero en el restaurante Diamond. Tengo algo muy importante que decirte», se podía leer en la pantalla de su celular. No podía ser otra cosa, le iba a proponer matrimonio. Todos estos meses de relación habían dado frutos. Valeria no podía aguantar el entusiasmo, incluso le había pedido permiso al doctor Lenin de salir temprano el día de la cita. —No se preocupe, señorita, en cuanto llegue el señor Richard puede retirarse, ya yo me hago cargo —le contestó el doctor.
De eso ya habían pasado un par de horas y ella continuaba probándose la ropa sin decidir cualquier llevar. Finalmente se decidió por la lencería de color vino que tanto había cuidado, ese vestido rojo de noche que Kevin le había comprado para una de sus galas de la moda, y esos zapatos de tacón alto que tanto acentuaban su figura. Nuevamente, puso esmero en su maquillaje, como lo había hecho todos los días en su trabajo con el doctor Lenin, pero esta ocasión era especial, extra especial.
Terminó lo más rápido que pudo y se colocó su bolso favorito al hombro mientras salía de su apartamento y se dirigía a uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad. Se sentía como si estuviera soñando, que pronto esa vida de pueblerina que había dejado atrás se quedaría ahí, para siempre. Se imaginaba la cara de sus padres al verla triunfar sin su ayuda, la envidia que sentirían y la frustración de que, por una vez, no estarían en lo correcto.
No se dio cuenta que había empezado a acelerar el paso, tal vez demasiado, ya que empezó a sentir un dolor en el pecho, ese dolor que ya hace un par de noches había empezado a sentir.
«Es la emoción del momento, no creo que sea nada grave», pensó Valeria, pero no le dio la importancia debida. Siguió su camino hasta que divisó a lo lejos el logotipo del diamante, la entrada a una nueva vida: el restaurante Diamond. Entró bastante apresurada, indicándole al camarero sobre la reservación que Kevin ya había hecho desde hace días. Cortésmente, la llevaron a su mesa ubicada al lado derecho del restaurante, donde se podía ver el centro de la ciudad, saturado por las luces de la noche. Todo tenía un ambiente muy romántico, podía distinguir los diferentes olores de la cocina de los platos exquisitos que ahí se servían, el sutil aroma de la rosa ubicada al centro de la mesa y el delicado olor de su perfume Venus.
Dentro de todos esos aromas, hubo uno que la desconcertó. Era un aroma como a pescado podrido, a mariscos en mal estado, ese olor que se distingue en los puertos de mala muerte, donde no se acostumbra a limpiar a menudo.
«Seguramente vendrá de afuera, después de todo estamos en el centro», pensó Valeria mientras seguía observando la calle principal donde pasaban una gran cantidad de transeúntes. Claramente podía ver su reflejo en el cristal gracias a las luces que adornaban el parque principal, pero algo estaba mal. Podía verse a sí misma, pero no era ella. Un pensamiento bastante ilógico que no venía a lugar, pero ahí estaba en su mente, como un cuchillo que se va enterrando poco a poco en su pecho. Y entonces, regresó el dolor punzante en el pecho, pero ahora mucho más intenso. Valeria sintió ganas de vomitar y a duras penas pudo levantarse de la mesa y correr a los sanitarios.
«¿Qué está pasando? ¿Acaso estaré enferma del corazón?», se preguntó Valeria mientras seguía escupiendo en el escusado nada más que saliva. Se encerró en el primer baño de tres que tenía disponible el sanitario para mujeres por miedo a que alguien pudiera verla en tan deplorables condiciones, mucho menos Kevin. Al parecer, ya había pasado lo peor y empezaba a sentirse mejor, pero algo en su interior le decía que no debía abrir la puerta. Se quedó esperando, siguiendo ese instinto en su cabeza, cuando alguien entró en el sanitario. La puerta se abrió y cerró súbitamente mientras esa persona se acercaba lentamente a los lavabos. Valeria se quedó escuchando atentamente. Era bastante extraño porque no se oían pisadas, era como si estuvieran arrastrando un cuerpo, como si ese individuo se deslizara a través del piso.
De repente, sintió mucho miedo, ese instinto de supervivencia le habría hecho saltar del baño y correr hasta el siguiente estado colindante, pero se quedó ahí paralizada tal cual venado observando al león a los ojos. Ya no era la leona que tanto se había creído frente al espejo, el terror se había apoderado de ella.
Sacando fuerzas de la flaqueza, se atrevió a abrir la puerta del baño. Observó a su alrededor y no vio a nadie, sólo los lavabos frente a ella con un gran espejo en medio. En el espejo pudo ver su cara pálida, seguramente por la ansiedad que había sentido. Entonces su cara empezó a derretirse y tomar otra forma. Su reflejo en el espejo se quitaba su máscara y dejaba ver a una criatura grotesca, una criatura parecida a un molusco, con grandes antenas que brillaban con luz propia y una boca llena de tentáculos de las cuales segregaba una sustancia viscosa y asquerosa.
Valeria se tapó la boca para no vomitar mientras observaba cómo esa sustancia empezaba a alcanzar sus pies y a quemarla como si fuera un potente ácido.
—Ay, Kevin. Auxilio —gritó Valeria desesperada sin obtener respuesta.
Ya se había formado un charco de baba a su alrededor y empezaba a hundirse en el abismo. Por un momento, pudo percibir que sería su final, que no volvería a ver a Kevin, que sus padres ya no sabrían más de ella, que todo ese tiempo frente al espejo habría sido en vano. Cerró los ojos y se dejó engullir por la oscuridad eterna.
Kevin llegó elegantemente tarde, como sólo los caballeros de su estatus podían hacer.
—Buenas noches, tengo mesa reservada —le dijo al camarero.
—Oh, sí, adelante. Ya lo están esperando —le indica a Kevin mientras le señala a la hermosa mujer en la mesa situada a la derecha del restaurante.
—Perdón por llegar tarde, el tráfico en esta ciudad es increíble —mintió piadosamente Kevin.
—Oh, no te preocupes, cariño. Estoy acostumbrada a esperar una eternidad.