La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas.
Mateo 6:22-23
El doctor Lenin se encontraba observando la puesta de sol desde el gran ventanal que tenía su despacho. El ver cómo se iban difuminando los colores desde el amarillo canario hasta el rojo carmesí daba una tranquilidad realmente intensa. Instintivamente se encontraba jugando con su pluma de tinta azul fina en su mano izquierda, aquella que le habían obsequiado durante su conferencia en la Academia de Medicina de su natal Boston. Parecía que había pasado tan poco desde aquel día donde obtuvo su ansiado título de especialidad en psicopatías. Realmente no había tenido mucha experiencia, los casos comunes de ansiedad, depresión, obsesión, insomnio y poco más. Para él prácticamente era un alivio, no le gustaba mucho la idea que una mañana apareciera un psicópata en su puerta tratando de buscar una ayuda que en realidad no quería ni deseaba, y que, de repente, esa misma persona apareciera a las afueras de su domicilio a quererle clavar una navaja oxidada en el cuello. Afortunadamente todo había estado muy tranquilo, demasiado tranquilo para su gusto.
De no haber sido por el timbre del teléfono, habría seguido divagando en sus pensamientos y en esa puesta de sol tan preciosa. Al parecer, llegaba el último paciente del día, el señor Richard. El doctor Lenin lo había visto unos días atrás. «Delirio de persecución», había pensado tan solo al verlo entrar por la puerta en aquella ocasión. Pobre muchacho, quién sabe qué cosas pasaban por su cabeza en estos días de tanto estrés.
Tomó el auricular de su teléfono para escuchar claramente la voz de su secretaria, la señorita Valeria.
—Doctor, el señor Richard ya ha llegado.
—Hágalo pasar, por favor —contestó el doctor en un tono que hasta parecía una canción de cuna.
Al entrar por la puerta, el señor Richard parecía ser otra persona completamente diferente de la que había visto el doctor el otro día. Vestía un esmoquin hecho a la medida con unos zapatos negros relucientes; su pelo, arreglado hacia atrás con una buena cantidad de gel que lo hacía brillar a la luz tenue del despacho; y su cara, completamente pulcra, sin una sola pista de la barba desaliñada que el doctor aún recordaba. Tal parecía que se dirigía a un evento social más que a la consulta con su psicoterapeuta.
—¿Qué tal, doctor? ¿Cómo se encuentra?
—Muy bien, Richard. Toma asiento, por favor —murmuró el doctor aún con la duda de cómo se puede pasar de un estado tan deplorable a parecer el candidato a la alcaldía de la ciudad.
El doctor empezó a observarlo detenidamente, buscando focos rojos, como él los llamaba, algo que denotara algún delirio o locura en el peor de los casos, como cuando se está a punto de cometer un crimen y trata uno de actuar como si nada. Pero los expertos pueden notar algo, esa mirada perdida, ese tintineo en los dientes, ese sudor frío que baja por la frente: los focos rojos. Afortunada o desafortunadamente el doctor no pudo observar nada, salvo algo en sus ojos, algo que no pudo describir en una primera instancia, oscuro era la palabra que se le venía a la boca, pero no tenía ningún sentido.
—¿Cómo te sientes hoy, Richard? —dijo el doctor como el policía que empieza un interrogatorio ante el principal sospechoso de un asesinato.
El señor Richard seguía mirándolo a los ojos, como si de alguna forma supiera lo que se encontraba haciendo el doctor hace algunos segundos, o tal vez haciendo lo mismo. Examinándolo, analizándolo, viendo a través de sus ojos aquellos pecados que guardamos tan celosamente y que en ocasiones no nos dejan dormir por las noches.
—Estoy perfectamente, doctor. Nunca me había sentido tan bien —comentó Richard con una sonrisa de oreja a oreja, una sonrisa que incluso podría parecer macabra.
El doctor Lenin sentía que en cualquier momento al señor Richard le daría un ataque de pánico, epiléptico, convulsiones involuntarias o hasta un posible ataque cardíaco. Se encontraba preparado para ese momento, sin embargo, en él empezaba a crecer un miedo irracional, aquellos miedos que tenemos cuando somos pequeños de encontrarnos frente a frente con los monstruos de nuestras pesadillas, aquellos que se esconden en los armarios, debajo de la cama, en un ático cerrado o en un sótano descuidado. Como hombre de ciencia, todo eso le parecía ridículo, ¿cómo podría sentir miedo del pobre señor Richard, aquel que lo buscó hace algunos días como un perro perdido que busca a su amo o un niño que se acaba de despertar de una pesadilla y busca el consuelo con sus padres? Pero el miedo ahí seguía, latente.
—Cuéntame, hace algunos días me visitaste y me habías comentado que alguien te seguía. Incluso llegaste a expresarte de esta persona como si fuera una entidad, algo que te perseguía a todas partes.
—Bueno, llegué a la conclusión de que era parte del estrés, como usted me había dicho. De cualquier forma, eso ya no tiene importancia. Pronto todo será como era antes y nadie recordará nada.
Aquello le sonó al doctor como algún tipo de profecía, como si no estuviera hablando del aquí y ahora, sino de un tiempo ya perdido, ancestral, podría decirse. El miedo ya recorría su espina dorsal, clavándose en la parte baja de la espalda. El doctor se preguntaba si acaso no estaba él sufriendo los delirios de su paciente. Muchas veces así ocurría en las sesiones de los psicoterapeutas, uno trata con tanta gente y tantos traumas que uno termina creyéndoselos y experimentándolos en carne propia. Esa era su explicación lógica, pero su explicación se iba desvaneciendo mientras esos ojos oscuros y huecos lo seguían mirando, provocando un efecto casi hipnótico.
—Dime ¿a qué se refiere con qué todo será como antes? —dijo el doctor casi de forma obligada, como si alguien más estuviera al mando de su cuerpo y él sólo fuera un títere.
—Qué bueno que lo pregunta, doctor. Permítame explicarle.