Todo sucedió en un día caluroso. El sol estaba pegando de forma directa en la pared que daba hacia el baño, donde me encontraba encerrada, puesta en custodia de mi propia naturaleza, repleta de dolor, sudor y náuseas. Sentía que me quería dormir por momentos, mientras estaba sentada en la taza, con mi ropa interior rodeando mis tobillos, mis codos sobre mis rodillas y mi mirada puesta frente a la puerta de madera que cada día se notaba más vieja y frágil. Un simple golpe seguro la podría tumbar.
Fue un día largo. Deseaba que terminara, que pudiera dormir de una vez en lugar de tener que continuar con las labores que ya me tenían harta. Mis manos y piernas seguían hinchadas, mi vientre dolía como el mismísimo infierno y, por si fuera poco, ya había pasado casi la semana sin poder ir al baño de forma placentera. Odio estos momentos del mes, es como si Dios nos castigara por sólo ser mujeres.
Sucedió. Sentí un horrible tirón desde el interior de mis entrañas, como si todo lo que tuviera dentro de mí fuera a salir de golpe, tanto que sentí escalofríos a la par que sucedía. Era esa maldita diarrea, cómo la odio, pero suele pasar cuando han pasado varios días sin que pueda descargar de forma adecuada.
Luego de tanto dolor, tuve paz. Vi hacia arriba, al techo, y respiré. Ahí me di cuenta de que había una mosca volando cerca. Relajé mi cuerpo y centré mi atención en el insecto, curiosa.
«¿Por dónde se habrá metido?» me pregunté, pues la puerta no tenía una simple apertura, incluso había que jalar la puerta con fuerza al momento de cerrarla, porque quedaba casi exacta en el marco. Cuando llovía, era casi imposible tener privacidad en este sitio. Llevaba más de diez minutos ahí y no había visto a esa criaturilla voladora, sólo había aparecido y ya, sin explicación alguna. Quería levantarme, pero mi cuerpo todavía estaba un poco adolorido. Los cólicos no me dejaban en paz y mis piernas temblaban un poco. Era demasiado por el momento, sería mejor esperar.
Pensé en todo lo que me había pasado recién: los corajes que hice la semana pasada, lo estúpida que me vi en aquella fiesta al decirle a un chico bobo que me gustaba, lo ridícula que debí de verme al llorar frente a todos cuando un profesor criticó la clase que di. Presencié una película de mis tragedias más próximas, un pésimo chiste de mi propia mente.
Pronto, sentí un frío extraño. Temblé como si la temperatura hubiera bajado, pero seguía sudando. Fue raro, mas ya me había pasado con anterioridad, así que no le di importancia. Me abracé a mí misma y respiré profundo, tranquila, hasta que sentí cómo bajó todo hasta caer a la taza. El olor, la sangre y mi dolor volvieron la situación bochornosa y desagradable. ¿Cómo podíamos vivir con tal tortura de manera tan habitual?
Respiré profundo al liberarse. Me recosté, estiré las piernas y miré al techo, aliviada. Los cólicos se detuvieron por unos momentos y me sentí un poco más ligera. En ese momento las vi. Ya no era una mosca, sino dos. De la nada, se habían duplicado. Ahí noté el silencio presente. En mi casa teníamos varios perros que no dejaban de jugar, mi abuelo siempre tenía la televisión en volumen alto, y estábamos en una avenida donde había carros pasando a todas horas. No se percibía nada de eso, sólo un amplio espectro de vacío dentro de ese baño.
Tragué saliva, tomé papel higiénico y procedí a limpiarme. Cuando creí terminar, sucedió una vez más: ese dolor que viene de las entrañas regresó, como si estuvieran apretando mis intestinos. Fue insoportable. Incliné mi cuerpo hacia adelante, apreté el ceño y resistí tanto pude. Continuó así unos minutos, tal vez más de los que pude contar, es posible que menos, pues el tiempo pasa lento en situaciones desagradables como esta, aunque al final, luego de tanto sufrimiento, se detuvo.
Logré respirar aliviada una vez más. Erguí mi cuerpo ahí sentada y me encontré un tanto aliviada. «Por fin acabó» teorice. Traté de limpiar lo que había conseguido salir, pero no había ya nada. Ni una sola mancha roja, como si sólo hubiera sido mi imaginación o el aire. Decidí no tomarle importancia, me coloqué mi ropa, jalé la palanca, escuché el agua irse y me puse de pie, lista para salir. No obstante, antes de abrir la puerta, noté que ya no estaban las moscas. Tal vez el dolor me hizo alucinar una vez más.
Me liberé de dicha sala de tortura, respiré y al poner un pie fuera, fue como si todo el ruido me bombardeara de golpe, como si el estar adentro hubiera silenciado todo. Era extraño, así que regresé al baño y me encerré de nuevo a ver si era eso. El sonido ya no se fue.
Bajé las escaleras, me encontré con mi abuelo, que me vio asustado, mas no me dijo nada. Caminé a la cocina y mi madre, sonriente, volteó a ver mi rostro, aunque luego bajó la mirada, y pude notar cómo su faz se deformaba en una de terror absoluto.
—Hija, ¿qué te pasó? —preguntó mi progenitora, pálida.
Me extrañé cuando dijo eso. Me tomó de los hombros y bajó su mirada. Cuando la imité, lo vi. Estaba cubierta de sangre, incluidas mis manos. Fue como si hubiera aparecido de la nada, como si siempre hubiera estado ahí sin que pudiera verla con anterioridad. Parecía que había empezado a sangrar, pero no de una manera normal. No, esto era algo diferente, podía sentirlo. Este dolor, esta sensación. Fue como si alguien o algo hubiera profanado mi ser sin que me diera cuenta.
Todos los derechos reservados por el autor