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Dulce
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Dulce

«Es perfecta» fue lo primero que pensó Marina cuando observó a la pequeña bebé en sus brazos. Su hija. Tan minúscula y frágil con su boquita abierta, sus suaves cabellos negros, sus manitas apretadas agitándose de arriba abajo con frenesí por el desconocido entorno. Simplemente era magnifica. Algo debió de haber hecho para ganarse el regalo de sostener a este ángel de aroma embriagante. Adictivo. Dulce. Su Dulce.

—Sí, Dulce. Me gusta. ¿A ti te gusta? —le preguntó la joven madre a su hija.

Ella se limitó a mirarla con desinterés, pues su mente estaba embebida en la succión constante del sanguinolento pezón de su progenitora, cuya alegría le permitió ignorar el dolor, así como los particulares dientes de la bebé.

Pronto, madre e hija arribaron al hogar, compartido con un padre extremadamente ausente. Al inicio, la situación marchaba de maravilla, ambas dormían largos períodos, ajenas al tiempo y al espacio, cada una flotando en la órbita de la otra con una flagrante sonrisa. Marina, la madre, estaba cautivada por el aún potente olor de su primogénita, y ésta, por el sabor del néctar de su procreadora, al menos hasta que fueron interrumpidas por la llamada telefónica de Joaquín, furioso por no ser informado del nacimiento de su hija hace un mes. Para Joaquín no había razón por la cual su esposa no le llamara de inmediato al hotel para comunicarle lo ocurrido. Si bien habían discutido poco antes de que él se fuera de viaje de negocios, él nunca dudó de la solidez de su matrimonio, el cual, si bien no era tan largo como el de otros vecinos del barrio, era sincero. Sin embargo, a pesar de su molestia por verse despreciado por quien él llamaba la mujer de su vida, de camino a casa decidió comprarles a ambas una pulsera de plata con la inicial de cada una. Hecho esto, el joven padre preparó su regreso a casa por la mañana, imaginándose un cariñoso recibimiento. Mas, cuando estacionó su auto en la entrada, no había nadie esperándolo, ni siquiera había gente en la calle. Todo el vecindario parecía abandonado, pero no le dio mayor importancia. Supuso que la falta de gente en un sábado de tianguis se debía a una mera casualidad.

Así pues, entró a su hogar, con el corazón expectante, para observar pilas de basura, envolturas aquí y allá, botellas de leche en polvo medio llenas desparramadas, ropa sucia, manchas de misteriosa procedencia aferradas en el marmoleo suelo, y su hermosa esposa en el centro de la sala, meciendo a su pequeña hija una y otra vez, sin percatarse de su llegada. Molesto por tal bienvenida, dejó con brusquedad sus maletas en la hedionda sala y se acercó a ella y al bebé, quien al contrario de su madre parecía suspirar de alegría bebiendo el tibio seno.

—¡Marina! ¿Qué pasó? —gritó Joaquín—. ¿Por qué no me llamaste para decirme lo de la niña? Mi mamá me tuvo que decir, y eso porque una vecina se lo platicó. ¿Y por qué la casa parece una pocilga? ¡La niña se podría enfermar! ¡Ya, déjala y contesta!

Entonces, hizo ademán de tomar al bebé, pero antes de siquiera rozarla, Marina se estremeció como si alguien estuviera desollándola. Joaquín se apartó asustado por la reacción de su esposa, pues normalmente ella una mujer muy tranquila. Levantó sus manos esperando que ella comprendiera el gesto. Y lo hizo. Inhaló y exhaló despacio con los ojos cerrados sin alejar a la niña de su alimento. Después, lo ignoró resueltamente. El hombre la llamó nuevamente, pero con suavidad en su tono y Marina dijo:

—Por favor, deja de gritar así. Me asustas y haces que mi leche se amargue y a Dulce no le gusta así.

—¿Ya le pusiste nombre? —exclamó iracundo el padre.

Pero no recibió respuesta ni siquiera un gesto de arrepentimiento por parte de Marina. Nada.

En consecuencia, Joaquín dio la vuelta y salió de la casa, dejando a madre e hija a solas esa ocasión, y así lo hizo los días siguientes para ir en búsqueda de alivio en los brazos de mujeres sin rostro, en la boca de una botella amarga, en documentos inteligibles. Mientras tanto, Marina se perdía en una espiral de éxtasis provocada por la succión constante de sus pezones, cada vez más amoratados por la dulce bebé, quien se engrandecía todas las noches. Claro ejemplo de ello fue la aparición de una dentadura perlada, cuya mordedura era tan fatal que ya su madre casi ni podía experimentar sensación alguna en su seno y, cuando la mujer se planteó el dejar de hacerlo, oyó en su mente infinitos reclamos: «¿Crees que eres una buena madre? ¿Crees que eres capaz de proveer? ¿Realmente deseas una conexión sincera con tu hija? ¿La amas?».

—¡Sí, te amo! ¡La amo! —gritaba angustiada la madre mientras se quitaba el sostén desesperada, atrayendo todo lo posible hacia su piel destruida a Dulce, quien no paraba de mamar por horas, hasta estar satisfecha, y hasta que otro diente crecía.

Los meses continuaron, Marina estaba irreconocible, su tierna belleza había desaparecido, su piel se había tornado cenicienta por la ausencia de luz solar y los baños diarios de oscuridad y moho provistos por la descuida casa. Su cabello, negro de antaño, inclusive había encanecido. Todos aquellos que la miraban por el resquicio de la ventana o a lo lejos cuando ella salía cada luna llena al balcón a amamantar, podrían jurar que ahí no había ninguna mujer, sólo un débil espectro, una sombra infame.

Por otro lado, Dulce embellecía con tal magnitud que más de una persona se asombraba de cómo tan sólo en meses aquel bebé se había desarrollado tanto, aunque no demasiado. Pues la niña, perpetuamente sonrosada, todavía andaba colgada de su madre, alimentándose de ella por horas, según afirmaban algunos vecinos, esto porque ya ninguno recordaba cuándo fue la última vez que vieron a Marina sin la criatura o fuera de la casa. Y cuando cuestionaron a Joaquín sobre ello, él se dio cuenta de que tampoco recordaba la última conversación con su esposa ni la existencia de la niña. Intentó rememorar, pero le fue imposible. Su mente estaba en blanco en torno a Marina y Dulce. Como si ellas hubieran dejado de existir en el momento en que puso un pie fuera de la casa, hecho extraño, pues él regresaba cada noche a dormir.

Entonces, atormentado por los comentarios ajenos y por su propia confusión, el esposo regresó temprano a casa. Abrió la puerta con lentitud y la dejó así por unos minutos, horrorizado por la vista de tan repugnante lugar, el cual fue incapaz de observar todo este tiempo debido a la oscuridad mental, pero que ahora le era difícil no hacerlo. Por tanto, no cerró la puerta, esperó que los rayos solares iluminaran su camino hacia la habitación principal, en donde Marina y Dulce siempre se mecían, pero fue demasiado tarde. En lugar de su hija, había un monstruo de mil lenguas y el doble de dientes, devorando las entrañas de su esposa, quien al parecer seguía con vida, pues con sus últimas fuerzas, apuntando con la yema de su dedo, dirigió la atención de la cosa hacia Joaquín. Éste intentó dar media vuelta y huir, pero no pudo. Dulce brincó a su espalda, clavándole sus inmensos colmillos en los omóplatos con brutal salvajismo. El joven gritó. Nadie lo escuchó. Su bebé lo devoró de adentro hacia afuera, tal como lo hizo con su madre, aunque con mayor alegría pues, a fin de cuentas, padre e hija nunca pudieron pasar mucho tiempo juntos.


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29 de octubre de 2023 Sandra Carolina Jiménez Pedroza Cuento Familia Horror Número 17 Misterio

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