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Viernes de princesas
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Viernes de princesas

—¿Qué pasó?

—¿Ya saliste?

—No, estoy esperando al contador.

—¿Ya te dijeron a qué hora llega?

—Que puede ser que en diez minutos o en dos horas.

—Ay, no, pinche gente. Oye…

—¿Qué?

—Te vienes de volada.

—Sí, de pedo.

—Oye…

—¿Qué pasó?

—Pero te vienes rápido porque Luis anda tristecillo, se me hace que se va a enfermar.

—Chingado, ¿segura?

—Sí.

—No te creo.

—Ay, es enserio, ni quiere salir a jugar.

—A ver, pásamelo.

—No… anda en la tienda.

—Mmmm, voy de volada.

—Sí. Te amo.

—…OK.

Mil quina de la semana más otros quinientos de un bono mensual. Guardé los billetes con todo y sobre en la cartera. El Mike me invitó unas cheves por puro compromiso, ya sabe que no tomo, ni fumo. Y aunque fumara y tomara, qué chingados iba a quererme pasar un viernes rodeado de puro vato. Nunca he sido vicioso, a mí lo único que me gusta un chingo son los culos. Me quité el uniforme, me peiné hasta el bigote, un pispi del perfume que me regaló mi vieja en Navidad, una lavadita de huevos y pa’ fuera.

Cuando llegué al estacionamiento estaba toda la bola de cabrones recargados en mi carro, saben que me caga que se sienten en la cajuela y suban los pies a la defensa. “Al tiro”, les dije serio. Todos se quitaron de un brinco. “¿Unas cheves?”, volvió a insistir el Mike. “No, wey, mi morrillo anda enfermo, lo voy a tener que llevar a la clínica”, le dije mientras sacaba unos trapos de la guantera. Comenzaron a echar burla, los viejos temas: que si mi vieja no me deja, que si ya voy a matar cochino.

—Ew.

—¿Todavía no?

—Pos no.

— Habló mi mamá.

—A ver, espérame tantito…

Ya ni los escucho. Mejor me puse a limpiar todo el carro, primero por donde estaban sentados estos cabrones, luego vidrios y espejos. A pesar de ser un carro viejón, con una lavadita sí da el gatazo, hasta ando levantando dos, tres nalguitas. Para cuando acordé, los vatos ya se habían ido. Le cambié la pastilla al desodorante del carro, limpié el tablero con almorol, un besito al rosario y comenzó la cacería.

Primero agarré Reforma, aunque esa zona siempre la recorro con cuidado. Hace como año y medio, una muchachita de por ahí me llevó a una calle que está atrás del Charco de la Rana. Me dijo que ahí mero se armaban unas wawis por cincuenta varos. Me explicó que, como era de tarde, la chota no daba el rondín por ahí, además era un barrio que conocía “de pe a pa”. Cuando llegamos a la calle me dijo que ya tenía que pagarle. Me saqué de onda al mismo tiempo, ya sentía que me había chingado. Le solté un billete de cincuenta y me dijo: “No, papacito, son cincuenta dollar”. “Ah, chinga. Pos si ni me has hecho ni vergas”, le grité encabronado. “Ves la camioneta que está allá”, sacó la mano por la ventana, cuando volteé la camioneta encendió y apagó las luces rápidamente. “Te van a chingar”. Le dije que nomas traía doscientos varos, y saqué el billete. Los agarró y se bajó del carro. “Adiós, papacito. Cuando quieras otra mamada me avisas”, dijo la pendeja riéndose. “Chingas a tu madre”, dije en voz alta, con todo el derecho que merecen doscientos cincuenta varos perdidos. La vi alejarse por la banqueta y cruzar la calle con su caminado de puta, faldita y zapatos rojos. En ese momento pensé que la ropa no le combinaba y la falda ni le lucía con sus pinches piernas flacas, igual tuve una erección. Se me volvió a parar la verga cuando me acordé, rondando la calle Reforma, viendo pasar culos y culos. Nada nuevo.

Lo malo de estos carritos viejones es que es un pedo y un varo ponerles clima. Para los quince minutos de búsqueda ya traía la espalda empapada en sudor. Giré el volante en el primer OXXO que vi, me estacioné y bajé a comprar una botella de agua. Cuando entré a la tienda el clima estaba en lo más alto, tanto que se me resecaba la garganta. Fui por el agua lo más lento que pude, ganas no me faltaban de quedarme parado ahí toda la tarde. Abrí la cartera y tomé un billete clavado entre las tarjetas. Del sobre no quise sacar ni un peso, luego uno cambia los billetes grandes y se van como agua.

—Ey, ¿qué pasó?

—Te digo que habló mi mamá. Dice que ayer mi hermano llegó bien pedote y golpeó otra vez a Claudia.

—Ah. —Sí, alguien le habló a la granadera y se querían meter a agarrarlo, pero mi mamá no les abrió la puerta.

—¿Y cómo siguió Luis?

—Pues te digo que anda tristecillo. ¿Todavía no llega el contador?

—No, hijo de su pinche madre. Ha de andar de pedo el cabrón, ya ves cómo son.

—Ay, no. ¿Ya comiste?

—No, deja me lanzo al OXXO a ver qué me compro pa’ aguantarla.

—Bueno. Te amo.

—…

Cuando salí, dos cosas habían sucedido: una paloma se había cagado en el vidrio delantero, justo del lado del piloto, y, además, ahora había una muchacha usando el teléfono público. La vi de espaldas y me di cuenta de tremendo culo que se cargaba. Traía unos jeans azules tan apretados que parecía haber una mano invisible que le agarraba las nalgas por el mero centro, haciendo que levantase con esfuerzos toda la columna vertebral. Eso sí, tenía unos brazotes y una espalda de luchadora, le resaltaban por encima de la blusa amarilla sin mangas que contrastaba bastante con su piel morena. Abrí la puerta del carro, saqué de nuevo los trapos, limpié la mierda de paloma y me hice pendejo un rato para seguirle viendo el culo a esa cabrona.

“ya ni m dces q me amas” Recibido 15:47

“te amo ♥” Enviado 15:47

“io maaaaaaaas” Recibido 15:48

Ella seguía hablando. Cuando se incomodaba un poco de estar parada sólo cambiaba la pierna con la que se apoyaba, moviendo el culo con una sensualidad que casi parecía involuntaria. Quise escuchar su conversación, pero no sé cómo le hacen las viejas para que no se escuche ni madres lo que están hablando. Cuando acordé, ya estaba de nuevo todo empapado en sudor. Me quité la camisa, quedándome sólo con la interior. Me sequé el sudor de la cara y me puse una playera que traía en la cajuela. Ella me miraba. Me miró, nos miramos, parecía olvidar su conversación para dedicarme su total atención. Mi boca casi se abre por sí sola, pero preferí no hablarle sino hasta que colgara el teléfono. Mi celular sonó, no le hice caso. Cuando la morena colgó, inmediatamente le dije “¿Qué onda? ¿Para dónde vas?”. “¿A dónde me vas a llevar?”, dijo. Sentí como la sangre se me subía a las cabezas, la de arriba y la de abajo. Le abrí la puerta del carro, se subió y me arranqué sin rumbo.

Al principio, mantuve las manos en el volante, hasta que me dijo “A ti te cobro ciento cincuenta”. “Uy, baratísima y rebuena”, pensé. Ya acordados los términos me di el lujo de agarrarle una chiche, más bien acariciarle el pezoncito. Nomás con el puro tacto pude saber de qué forma las tenía: medianitas, picuditas y con los pezones grandes y hacia afuera. Después de años de andar de cabrón he desarrollado la habilidad de meter mano y conducir sin provocar accidentes. Le desabroché el pantalón, le metí la mano y sentí su vello púbico enmarañándose entre mis dedos, al mismo tiempo que giraba el volante rumbo a la calle donde está el hotelito de siempre. Hasta el momento la morena sólo se había dedicado a facilitar la entrada de mi mano por debajo de sus ropas, de vez en cuando dejaba escapar un poco de aliento dándole un tono de placer. Pero cuando nos detuvimos en el hotel me dijo que mejor nos fuéramos a otro lado. Le expliqué que ahí estaba bien y era barato. “Vamos a un lugar más barato”. Resulta que conocía y se llevaba bien con los encargados de la gasolinera, y dijo que si les dábamos veinte pesos al de las llaves nos podía prestar el baño. “Menos de doscientos varos en una cogida”, pensé, “pinche suerte”, sonreí.

Estacioné el carro frente a los baños de la gasolinera, ella sacó la cabeza e hizo un silbido bastante calado. Le pasé los veinte pesos y se los extendió al encargado, un hombre moreno y gordo.

Entró ella primero, pidiéndome cinco minutos para ir al baño. Me llevé los dedos benditos a la nariz y un tufo a panocha me hizo retirarlos rápidamente. Lo que iba a hacer era lavarse, pensé.

“contestame” Recibido 16:11

Abrí la puerta y, en efecto, se estaba poniendo crema entre las piernas. “Ya vente, así mero”, la agarré del brazo de luchadora y la llevé hasta la última puerta. Yo me apliqué inmediatamente en las chiches, ella se fue directo a agarrarme la verga. Yo le bajé la blusa, ella me bajó los pantalones. Tuve que agacharme mucho para poder pasarle la lengua por los pezones oscuros, oscuros, oscuros con sabor a sal, sudor y saliva. La volteé de espaldas, le bajé con esfuerzo el pantalón, dejando al descubierto su enorme culo moreno, traía arribita de las nalgas un tatuaje de la Santísima Muerte. Me puse el condón y le dejé ir al animal. No hacía mucho show, ni gritaba, ni se movía, sólo dejaba que yo me goloseara entre sus nalgas. No supe si el olor a culo venía de los baños o de sus nalgas en movimiento. Me empujó con el culo hacia atrás, se volteó, me quitó el condón y se prendió con madre. Me agarraba las piernas, me apretaba, se había vuelto loca de lujuria. Me ponía una cara de mamadora que aún no puedo olvidar. Ella seguía llenando todo de saliva, que me escurría por los huevos y hasta el culo. A la morena le encantaba mamar. La morena sabía lo que hacía.

Miré hacia la puerta, parecía que nadie en el mundo llegaría a molestar jamás. Ya me veía yo, llegando a la casa bien exprimido a gozar del fin de semana. Miré de nuevo su cara de mamadora y vi a un ladito de mi pantalón la cartera tirada en el suelo. “Ah, cabrón”, aventé a la morena, tomé la cartera, la abrí y el sobre con la raya ya no estaba, ni en mi cartera, ni en el suelo, ni en las manos de la morena. “¡Regrésame el cambio, hija de tu pinche madre!”. La morena me empujó con sus enormes brazos de luchadora, reboté contra la pared y di un golpe seco con la nuca. Vi al enorme cuerpo moreno salir por la puerta, desnudo, con la blusa amarilla echa bola a la altura del ombligo. Di unos cuantos pasos con el pantalón estorbándome en los tobillos. Abrí un poco la puerta para ver hacia afuera y ahí estaba ella, desnuda, cruzando la calle, me recordó a la estatua de la Diana Cazadora. Quedé embelesado. La vi dar vuelta en una esquina, donde estaban dos policías a pie, que le gritaban “¡Córrele, morena! ¡Córrele!”. Adiós.

Me limpié la saliva de esa pinche vieja, me subí los pantalones, volví a buscar el sobre entre los baños, pero nada. Sentía caliente la cara y la boca seca. Cuando salí del baño los de la gasolinera ni volteaban a verme. Nomás estaba esperando a que me hicieran un gesto para agarrarme a vergazos con el que fuera. Luego me acordé de los policías. Agaché la cabeza, me olí de nuevo los dedos, abrí la puerta del carro.

—¿Qué pasó?

—¿Porqué no me contestas?

—Nombre, andaba peleándome con el pinche contador.

—¿Y ahora con qué te salieron?

—Que tuvieron fallas y no nos van a pagar hasta el otro viernes.

—Uh, que la chingada, ¿y cómo le vamos a hacer?

—No, pues a pedir prestado.

—¿A quién? Ya te dije que vendieras ese pinche carro feo.

—…

—¿Eh? ¿Entonces?

—¿Cómo siguió Luis?

—Bien, aquí anda. Ya vente, vamos a casa de mamá.

—Sí, ya voy. Te amo, princesa.

—…bye.

27 de julio de 2017 Raúl Ernesto Márquez Díaz Cuento Número 7 Drama Cotidiano

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