Ni la muerte, ni la fatalidad, ni la ansiedad, pueden producir la insoportable desesperación de perder la propia identidad.
Howard Phillips Lovecraft
—Entonces, como puede darse cuenta doctor, han pasado muchas cosas desde nuestra última consulta. Cosas fascinantes y excitantes en más de un sentido para mí y mi gente —alardeó el señor Richard mientras el doctor Lenin seguía bajo la influencia de su hechizo demoniaco.
Aún bajo esas circunstancias, Lenin se aferraba a la lógica y la ciencia. Debía de haber una explicación para lo que estaba pasando, una explicación fuera de la fantasía y los cuentos para espantar a los niños pequeños, algo con lo cual pudiera razonar y entender la situación en la que se encontraba. Llegó a la conclusión de que el señor Richard lo había drogado de alguna manera, algo que no percibió a simple vista, tal vez un aerosol o algo que traía en la mano cuando se la estrechó al llegar al consultorio. «¿Acaso me ofreció su mano? ¿Qué es lo que planea este desquiciado?», preguntas a las cuales no podía obtener respuesta, al menos no de la forma que él buscaba.
—¿Qué es lo que quieres? —dijo por fin el brillante doctor tratando de encontrar respuesta a esas preguntas que lo acongojaban y parecían hundirlo más y más en un abismo infinito.
—Es simple, doctor. Queremos lo que era nuestro en primer lugar: la luz, la cual nos fue negada desde su divina creación. Ahora es nuestro momento y ustedes deben hacerse a un lado y sufrir, así como nosotros lo hicimos —dijo el señor Richard.
«Locuras, no son más que locuras», pensó para sus adentros Lenin, a pesar de sentir un miedo indescriptible y descomunal. Sentía como la oscuridad lo envolvía y engullía poco a poco, pero él se resistía, aferrándose con ambas manos a su escritorio.
—Vaya, aún se resiste. Sin duda las mentes brillantes como usted representan un verdadero problema para nosotros. Creen que su lógica superflua los salvará de alguna manera de lo que se avecina. Lamentablemente, no puedo dejar cabos sueltos, y si usted no planea cooperar, tengo otros métodos más violentos para hacerlo callar —dijo Richard con una voz que parecía haber salido de las fauces del mismísimo infierno.
El doctor Lenin levantó su cabeza hacia el rostro del señor Richard y entonces lo notó. Aquella oscuridad que se acercaba cada vez más provenía de los ojos de la criatura, ahora negros como el carbón y gigantescos como los de una mosca. Lenin ya no podía resistir más y sabía que en cualquier momento perdería el conocimiento, y así fue. Cuando el doctor Lenin despertó, aún se encontraba aferrado con ambas manos, pero no a su escritorio. Frente a él se encontraba la mesa de madera antigua que pertenecía a su abuelo, ubicada en la granja que él visitaba, hace muchos años, a las afueras de Michigan, cuando aún era un niño. Miró a su alrededor y, efectivamente, se encontraba en la casa vieja de aquella granja.
«Debe ser efecto de las drogas o ¿acaso estaré soñando?», pensó Lenin aferrándose a su lógica científica que tanto le ayudaba en sus consultas. Intentó despertar sin éxito. Fue entonces cuando escuchó un grito, un grito que él reconocía muy bien.
—¡Lenin Alexander Potter! —Era la voz de su abuelo, el señor Potter, que ya venía a darle uno de sus clásicos sermones—. Te he dicho que desde temprano debes limpiar el granero.
—No quiero. Ahí adentro está muy oscuro y escucho cosas —lloriqueó Lenin ahora como un niño de ocho años.
—Escúchame, niño malcriado, si no haces tus deberes te daré una paliza que no olvidaras, ¿entendido? Mientras vivas bajo mi techo se hará lo que yo diga —dijo el señor Potter mientras agitaba el palo de escoba que traía en la mano derecha.
Lenin era consciente de que debía obedecer a su abuelo o habría problemas. Se limitó a asentir mientras tomaba la escoba y se dirigía a la puerta de entrada de la casa. Al salir, pudo ver el granero asomándose a lo lejos. El camino para llegar hasta él se encontraba lleno de piedras sueltas y maleza, un camino bastante peligroso por el cual Lenin ya había tropezado más de una vez.
Decidió hacer la tarea lo más rápido posible para no hacerle caso a ese miedo latente que aún sentía de ese lugar. Él estaba seguro de que alguien o algo se había apoderado del granero. Por las noches, se escuchaban ruidos extraños, sonidos de agua corriendo y sollozos, como si alguien se estuviera ahogando. Apresuró el paso. Ya se encontraba a unos metros de las puertas del granero, quitó el pestillo oxidado por la humedad y dio un empujón con todas sus fuerzas.
Las puertas se abrieron de par en par dejando escapar un olor bastante irritante. Al parecer, la tormenta de anoche había hecho de las suyas, ya que se habían formado varios charcos en el piso, que en la oscuridad parecían charcos de brea. Lenin empezó a esparcirlos para que se secaran más rápido y poder salir lo antes posible de ahí. A pesar de ser de día, parecía que la luz no entraba a ese lugar, posiblemente por el polvo acumulado en las ventanas o, tal vez, lo que fuese que estuviese ahí ahuyentaba la luz tal cual insecticida a las moscas. Lenin trataba de ignorar esos pensamientos, aquellos que lo llevaban hacia la locura y el terror. Ya casi terminaba cuando lo escuchó: el sollozo de debajo del agua. Se quedó paralizado por un momento y sintió cómo gotas de agua le caían en la cabeza. Volteó hacia arriba y se dio cuenta de la terrible verdad. Los charcos de agua no eran de agua, era la saliva de la criatura que se encontraba justo arriba de él, colgado de las vigas del granero en lo más alto, tal cual murciélago. Su boca se abrió de par en par, dejando escapar un rugido espeluznante que retumbó en las paredes del granero.
Ahora todo tenía sentido. Esa criatura era la misma que ahora tenía el doctor Lenin enfrente de él. Se había hecho pasar por el señor Richard, pero ya no podía engañarlo. Lo veía claramente, como cuando lo vio aquel día en el granero. El monstruo anfibio con grandes colmillos y garras afiladas. El doctor Lenin gritó, como cuando tenía ocho años en el granero de su abuelo.
—¿Lo ve, doctor? Usted se había olvidado de nosotros, pero nosotros no nos olvidamos de usted —dijo el señor Richard con una sonrisa maquiavélica en el rostro que se hacía cada vez más grande, hasta que sus pómulos se desgarraron y dejaron ver la boca del demonio.
Su cuello se empezó a estirar tal cual serpiente y se abalanzó sobre la cara del doctor. Los gritos del doctor Lenin continuaron a pesar de tener la piel en carne viva. La criatura continuó devorándolo hasta que no quedó absolutamente nada. Nadie volvió a saber del renombrado doctor. Sus pacientes habrían llamado al consultorio meses después, sin obtener respuesta. Supusieron que habría salido de congreso a Europa o de vacaciones.
—Qué buena vida lleva el doctor Lenin —diría el señor Foreman mientras se preguntaba a quién le pediría ahora las pastillas para los espasmos.