blurred-Durante el crepúsculo
Durante el crepúsculo
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Durante el crepúsculo

El sol empezaba a bostezar de cuando en cuando, tiñendo el cielo de naranja melancólico. En una banqueta terrosa estaba un hombre sentado, pintando una cruz de fierro. Su mano subía y bajaba, deslizando su brocha al compás de los coros y las cuerdas del Requiem de Mozart que sonaba en el tocadiscos que tenía en el porche. Adentro, la casa estaba iluminada y viva. De la cocina salía un aroma agradable y la mesa estaba puesta. La cena estaría lista de un momento a otro pero el hombre pretendía no darse cuenta.

La brocha seguía el ritmo de las cuerdas y los coros que seguían una cadencia, dándole la pauta. Un pulso suave, como contar “1, 2, 3, 4… 1, 2, 3, 4…” de la partitura pero sin sonido y, aunque a veces se desfasaba, volvía al ritmo de Mozart o a uno muy parecido.

―La cena está lista.

―Ya voy ―No dejó su tarea. Si se daba prisa, tal vez podría terminar la cruz esa misma tarde, si no, tendría que esperar hasta el próximo crepúsculo para reanudar su trabajo.

―Date prisa, se va a enfriar.

―Dije que ya voy ―No apartó los ojos de la cruz. El tono naranja del cielo se iba perdiendo poco a poco, tenía que darse prisa. Su esposa dejó el plato sobre la mesa y salió al porche a ver su marido.

―Come sin mí, mujer.

―No quiero. Mejor dime de dónde salió esa cruz y por qué tanto afán en ella.

―Es que ya me quiero morir y no quiero que tengas dificultades.

―¿Y ahora qué te picó?, ¿por qué te quieres morir? ―Su esposa lo miró incrédula. Él no solía decir ese tipo de disparates.

―Ya se cumplieron dos años de que Pepe no aparece y el alcalde nomás no da respuesta.

―¿Esa es tu razón para querer morirte?

―¿No te parece razón suficiente?

―A mí también me duele que se hayan llevado a Pepe, nos rompieron desde adentro cuando nos lo quitaron, pero tenemos que ser fuertes.

―Pues por eso yo me quiero morir. Necesito ir a buscarlo allá, a ver si lo encuentro ―La mujer no contestó y miró al cielo.

―Efraín, no seas payaso, ¿qué voy a hacer viuda y aparte sola?

―Tampoco es para tanto, ya encontrarás la manera de arreglártelas. Puedes decirle a tu hermana que se venga a vivir contigo. Dinero no te va a faltar porque habrá una boca menos que alimentar. Además, quiero que te quedes por si Pepe regresa ―No la miró y siguió pintando. En el tocadiscos, Mozart le daba el ritmo con la cuarta secuencia, Recordare, mientras su mente volvía a ver con el corazón la cara de su hijo. Las ganas de acariciar su frente dieron los últimos brochazos. La cruz casi estaba lista.

―¿Y qué si Pepe regresa?

―Pues lo normal es que los hijos entierren a sus padres.

―No me gusta que me hables en ese tono, Efraín.

―¿Qué más da que me muera ahora o que me muera mañana? Si me voy ahorita, podré buscar a José Alfredo.

―¿Y tener esa cruz de fierro va a solucionar las cosas?

―Las hará más fáciles ―Terminó de pintar. Suspiró. Sólo le faltaba escribir su nombre y todo quedaría listo. El cielo casi había perdido ese naranja que tanto le gustaba apreciar. Mozart sonrío con su aprobación y La Secuencia N°5 del Requiem asintió con un ritmo más acelerado.

―¿Y los papeles?

―¿Cuáles papeles?, no necesitas nada para enterrarme en el campo de enfrente.

―Enterrarte, ¿yo? ¡Estás loco! Deja eso y mejor vamos a cenar. Se te va a enfriar el pollo y los frijoles, están recién salidos de la olla.

―Ven ―Efraín tomó a su mujer de la mano y despegó sus ojos de la cruz para ponerlos el cielo. El naranja y el rosa casi se habían ido―. Me gusta el crepúsculo porque no es ni tarde ni noche. Es la parte más triste del día.

―Ya estás loco, ándale a comer ―Sólo estaban ellos tres, Efraín, su mujer y Mozart mirando al cielo. De pronto una patrulla se detuvo frente a ellos e hicieron que el Requiem pasara casi al silencio. Del vehículo bajó un hombre uniformado. Miró a la pareja y sonrió mientras se ponías las manos en el cinto.

―¿Todo bien?

―Todo bien, oficial ―Efraín le devolvió las palabras a manera de saludo pero no apartó la mirada de la cruz. Los latidos de su corazón empezaron a despegarse de la cadencia calmada marcada por Mozart. El oficial acortó la distancia y le arrebató la cruz de las manos de Efraín.

―Una cruz, ¿eh? ¿Puedo saber para qué?

―Es que ya me voy a morir, señor y quiero estar listo ―El oficial volvió a pasar sus ojos por la pareja. Los recordaba de alguna manifestación frente al palacio municipal después del escándalo del ejército con unos muchachos: la gente gritaba algo sobre desaparecidos, muertos y soldados culpables. Alguien se amarró a una columna del palacio municipal y otro se clavó las manos a un árbol. No le importaba realmente lo que decían en ese momento. Lo que sí sabía era que no podía dejarlo seguir, como aquella vez que no los dejó colgar las fotos de los desaparecidos. Órdenes de arriba.

―Fíjese que no se va a poder, usted no se puede morir ―Efraín lo miró, no daba crédito a lo que escuchaba. El oficial se dio la vuelta, abrió la puerta de la patrulla y aventó la cruz al asiento de atrás.

―¿Por… por qué? ―El hombre apenas pudo articular la pregunta. El oficial se dio la vuelta y caminó pocos pasos hacia él, invadiendo su espacio personal, lo jaló de la camisa para que sus ojos se encontraran y alzó la voz:

―A la otra que lo vea con estas babosadas, le va a pesar, Don. Así que ya sabe ―Lo soltó, se dio la vuelta y subió a la patrulla que se alejó a los pocos minutos.

El tono naranja rosáceo se desvaneció por completo del cielo y el hombre cayó de rodillas. La mujer abrazó a su marido, ya no podrían ir a buscar a Pepito. Lacrimosa sonaba en el tocadiscos. El cielo ya no tenía ningún color vivo, apenas se asomaba un azul oscuro sin estrellas ni luna. En la mesa, los tres platos servidos ya estaban fríos.

9 de julio de 2015 Gerardo Licón Cuento Número 4 Melancólico Drama Cotidiano

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