—¡Pero qué tontería! —exclamé un poco molesto y me alejé, me senté en el último banco de la última fila con la vista puesta en el exterior de la ventana. Todo estaba muy tranquilo.
¿Acaso esos idiotas pensaron que me asustarían con esa ridícula historia de fantasmas? En serio, esos niños no tenían mucho para divertirse.
Habían pasado tres meses desde que inicié el cuarto año en la primaria. Cuando dejé de mirar el cielo y el pasar de las nubes, observé a mis compañeros desde mi asiento, con la barbilla apoyada en mi mano derecha, todos ellos se veían tan contentos y alegres, hablando mientras sonreían, ajenos a todos los problemas del mundo y la vida, ¿y por qué no?, seguíamos siendo sólo niños, los problemas de este mundo aún no nos concernían, ésa sería la única ventaja de ser tan joven, nadie esperaba grandes cosas de nosotros.
No es necesario que lo diga, pero yo era un solitario. Creo que eso es bastante obvio, después de todo, ¿qué niño se mantiene alejado de los demás mientras éstos hablan tranquilamente de cualquier estupidez del mundo, sobre los programas de televisión que pasaron la noche anterior, sobre juntarse al salir de la escuela, reunirse en el algún parque cercano para charlar o jugar a algo? Yo seguía observando cómo interactuaban. Podía escuchar que algunos hablaban sobre temas que a mí me interesaban y que conocía, pero jamás me llamó la atención levantarme e ir con ellos. Estaba más cómodo en mi lugar.
La maestra entró al salón, todos se sentaron en sus bancos y la clase comenzó. Era muy aburrida y la verdad no me interesaba nada la Historia, ni las Matemáticas o la Geografía. La profesora continuaba parloteando sobre algún tema que no atrajo mi atención. Todos mis compañeros estaban absortos en la clase, pero yo no. Continuaba con la vista puesta en el exterior de la ventana, miraba con ojos impacientes y deseosos que algo, lo que sea, no importa qué tan ridículo pudiera llegar a ser, pero que algo impresionante ocurriera. Por supuesto, no pasó nada. Las clases terminaron y no puse ni la más mínima de mi atención. Ni siquiera recordaba una sola palabra de la maestra.
Esperé a que mis compañeros tomaran sus cosas y salieran. Después de que el grupo se quedó vacío, continué en ese salón por varios minutos más, aún con la misma expresión de aburrimiento y esperando que, en el último minuto, algo increíble sucediera. El aire que penetraba por la ventana abierta era refrescante y me gustaba sentirlo acariciar mi rostro con suavidad. Al final, no pasó nada.
Salí como de costumbre, muy decepcionado. Tomé mis cosas y partí. Caminaba de forma indiferente, si es que eso es posible, la expresión de mi rostro mostraba aburrimiento y algo de cansancio. No me interesaba ver a los otros niños corriendo mientras hacían tonterías; a los maestros, que se quedaban parados en la puerta de salida viendo cómo los estudiantes se marchaban; a los alumnos, que recibían con un beso y un abrazo a sus madres que los recogían todos los días. Todo eso era igual de molesto y aburrido.
Nadie venía por mí y tampoco me iba en transporte escolar, caminaba directo a mi casa. Me gustaba hacer las cosas a mi manera y que nadie me dijera qué hacer. De igual forma, no vivía muy lejos, sólo eran veinte minutos de caminata. Andaba por las calles, como siempre, fantaseando sobre cosas increíbles que pudieran sucederme en el trayecto a mi casa. Una vez más, nada extraordinario ocurrió.
Llegué a mi casa, abrí con las llaves: como siempre, no había nadie. Lancé mi mochila al suelo, me senté y encendí el televisor, pasé dos horas viendo mis programas favoritos, era por esas series que mi vida tenía un poco de sentido. Todos los días anhelaba que llegara el día siguiente, únicamente, para saber cómo continuaba la historia. Me dio hambre, abrí el frigorífico, tomé lo que me apetecía y comencé a prepararme la comida. Sabía cocinar, me había enseñado yo solo. Y jamás quemé nada, ni la cocina ni a mí mismo. Como dije antes, me gustaba hacer las cosas a mi manera y que nadie me dijera lo que tenía que hacer.
Terminé, lavé los platos e hice mi tarea. No tenía nada más por hacer. Salí de casa, cerré con llave y caminé por ahí. Casi siempre lo hacía, no tenía amigos y tampoco un lugar al cual deseara ir, sólo caminaba por el gusto de hacerlo y, mientras andaba por las calles que ya conocía de memoria, me la pasaba fantaseando sobre sucesos increíbles que pasaban. Antes de darme cuenta, llegué al parque que estaba a unas calles de distancia, estaba casi vacío, sólo había un grupo de jóvenes que jugaba fútbol en la cancha. Caminé hasta la resbaladilla que se componía de tres: una con vista al frente, dos resbaladillas más a los lados, derecha e izquierda, y en la parte de atrás el camino para subir. Me quedé recostado en la parte de arriba con la vista puesta en el cielo.
Recordé entonces esa historia de fantasmas:
En un viejo edificio, en uno de los pisos, una anciana de aspecto horrible vivía, se la pasaba en su mecedora, meciéndose de atrás para delante una y otra vez. La oscuridad en el edificio era casi total, sólo una tenue luz parpadeante iluminaba el piso donde vivía la vieja. Ella tenía una computadora que estaba todo el tiempo prendida, pero jamás la usaba. Un día, unos hombres que querían tirar el edificio para construir uno nuevo, lo hicieron caer al poner explosivos en la parte de abajo. Cayó. Pocos sabían que en uno de esos pisos vivía una anciana. La mayoría —por supuesto, los adultos— no creían en esa vieja leyenda.
Se buscó entre los escombros a la vieja de los cuentos, pero jamás se encontró nada, dándole la razón a esos adultos de que sólo era una leyenda urbana. Pero sí se encontró otra cosa. Sepultada bajo pesados escombros, una vieja computadora yacía intacta. Ni el cristal del monitor se vio inmutado y, lo que era peor y más terrorífico, seguía encendida y parpadeante. Aun cuando no estaba conectada a nada.
Tiraron la computadora y se olvidaron del caso. Pero cuenta la leyenda que esa vieja y horrible anciana, era en realidad una bruja y que antes de que el edificio y su hogar cayeran hechos pedazos, ella usó su magia y se metió dentro de la computadora y aún continúa viajando de monitor en monitor, matando del susto a quien sea que escuche esta historia y arrastrándolos por el hombro hasta meterlos dentro de la computadora junto con ella.
De acuerdo con la leyenda, ella era tan horrible que bastaba con verla una sola vez para morir del susto: su piel era de un tétrico color gris, no tenía ojos y sólo poseía unos cuantos dientes, chuecos y negros, sin mencionar que su aliento olía a muerte.
Ella siempre despertaba a la gente tocándolos en el hombro derecho con su dedo y, cuando abrías los ojos, ella te estaba mirando a unos pocos centímetros de tu rostro. Y morías.
En conclusión, no debías abrir los ojos si sentías que te estaban tocando el hombro derecho.
Así que la historia en sí misma era una maldición. Al principio me sonó absurda y tonta, y sería increíble que algo como eso en realidad existiera. Eso demostraría que había cosas increíbles en este mundo y que no todo era aburrido.
Se hacía tarde, mi padre no tardaría en llegar. Llegué a mi casa, nada había cambiado, todo seguía exactamente igual.
Llegó la noche y era especialmente calurosa. Mi padre rara vez encendía el clima, pues siempre argumentaba que gastaba mucha luz, pero el calor de esa noche hizo que no le quedara otra alternativa, debíamos estar a más de treinta y cinco grados. Lo encendió y en pocos minutos el frío se adueñó de nosotros y de la habitación. Como en mi cuarto no había clima, esa noche dormí en la recamara de mis padres, en el suelo. Al instante, caímos dormidos y, horas más tarde, nos moríamos de frío. Si al principio estábamos a más de treinta y cinco grados, en ese momento estaríamos como a cinco o cuatro.
En algún punto de la noche, escuché los pasos de mi padre, apagó el clima y regresó a dormir. Aunque estuviera dormido, siempre había sido muy sensible a los ruidos, por lo tanto, lo siguiente que ocurrió hizo que mi corazón comenzara a latir con furia. Una ventisca helada recorrió como cuchillos mi espalda baja, mi corazón parecía un tambor y mis piernas comenzaron a temblar. Mis padres estaban dormidos, lo sabía, estaba seguro. Traté de mantener la calma y no abrir los ojos. El silencio y la oscuridad eran absolutos. Podía escuchar el latido desbocado de mi corazón. No tenía hermanos o hermanas, ¿así que quién me estaba tocando el hombro?
¡No debía abrir los ojos, no debía abrir los ojos! Al instante toda esa leyenda pasó por mi cabeza y, en lugar de parecer sospechosamente asustado, continué con los ojos cerrados, fingiendo dormir. Me cubrí el cuerpo entero con la sabana, el cuarto estaba muy frío, así que creo que no se vio tan sospechoso.
¡Esto era! ¡Finalmente había pasado, pero ya estaba tan aterrado que no quería ni ver! Posiblemente algo fuera de lo común, algo totalmente alejado de la lógica y la razón, a millones de kilómetros de la monotonía, estaba en ese momento parado frente a mí, tocándome el hombro, intentando despertarme. ¡Era increíble! Y, a la vez, ¡me aterraba! ¡Yo tenía razón, existían cosas increíbles en este mundo que no podrían ser explicadas por medios tradicionales!
Lo único malo de eso era que jamás podría probarlo. Quizás había sido sólo un sueño. La leyenda me asustó tanto, que inconscientemente estaba soñando con ella. Decidí poner a prueba esa hipótesis. Sin hacer movimientos bruscos que delataran que en realidad estaba despierto, moví mi pie izquierdo bajo la cama y me pinché con un clavo suelto que tenía. El dolor no era la gran cosa, pero sí lo sentí, no era un sueño, ¡era real!
Lo que sea que estuviera fuera de las cobijas comenzó a impacientarse y me movió el hombro más rápido y más fuerte. Oficialmente estaba muerto del miedo. Abrí lentamente mis ojos, con la sábana aún cubriéndome toda la cabeza y el rostro. La puerta de mi habitación estaba abierta y una luz estaba encendida, parpadeando cada varios segundos. ¡Era mi computadora!
Un horrible olor me invadió y por poco me levanté corriendo al baño para vomitar, pero lo resistí. Recordé su aliento que olía a muerte. Finalmente, y no sé como, caí en un sueño profundo.
Abrí los ojos lentamente, era de día. ¡Me había salvado, y al mismo tiempo comprobé que en este mundo había cientos de misterios sin resolver! Ya no tenía miedo. Me enfrenté a esa leyenda y a esa vieja bruja y los había derrotado, peleé contra el miedo de esa noche y me mantuve firme.
Era sábado, mi padre me habló seriamente en cuanto me vio levantado. Me había regañado por andar usando la computadora a altas horas de la noche y, lo que era peor, dejarla prendida. Me preguntó qué estaba haciendo y yo no supe qué responder, así que me encogí de hombros y acepté el regaño, pues no tenía argumentos lógicos para debatirlo.
Me entregó una hoja de máquina y me dijo que estaba tirada en el suelo frente a la impresora. La tomé, y en grandes letras negras leí su contenido:
SABÍA QUE ESTABAS DESPIERTO.